Fueron muchas las referencias en prensa sobre la novela que
me hubiese gustado compartir en este espacio. He intentado buscar en las
hemerotecas de los diarios La Opinión, La verdad, El Faro y El periódico del
Noroeste para poner los enlaces a las presentaciones, entrevistas y reseñas que
hicieron de ella, pero no he tenido éxito. Han pasado algunos años ya y es
posible que no existieran las versiones digitales o que no se conserven
digitalizadas en sus hemerotecas.
Lo que sí que puedo hacer es
compartir con vosotros mi experiencia personal tanto al escribir la novela como
en su posterior andadura.
El sembrador de sueños me llegó
por casualidad y por necesidad. Tal vez esta última llamara a la primera. A
veces la vida nos desvía por caminos imprevisibles.
Decía Ernesto Sábato que “el gran
tema de la literatura no es ya la aventura del hombre lanzado a la conquista
del mundo externo, sino la aventura del hombre que explora los abismos y cuevas
de su propia alma”. Algo parecido intenté hacer al escribir “El sembrador de
sueños”, explorar los abismos por los que se precipitaba mi vida en un momento
determinado y, como consecuencia, mi estado de ánimo. Ocurrió en 1996, cuando
atravesaba una recaída muy grave de mi enfermedad; mi madre hacía pocos meses
que había fallecido; y mi hija, que entonces contaba con apenas 10 años, no
cesaba de hacerme preguntas sobre la muerte, la enfermedad, la felicidad o el
infortunio. Encontrar respuestas adecuadas no resultaba tarea fácil, más aún si
era yo misma quien también me hacía iguales planteamientos. Entonces se me
ocurrieron una serie de cuentos, y casi sin darme cuenta fui saliendo de ese
abismo; al igual que ahora sé que mi hija también encontró en ellos las
respuestas que necesitaba.
Aquellos cuentos los iba guardando
en una carpeta. Un día, al ir a dejarla en su sitio, olvidé cerrarla con las
gomas y se desparramaron los folios por el suelo. Mi hija corrió presurosa a
recogerlos, porque yo no podía agacharme. No olvidaré nunca su carita de
desolación cuando tras intentar ordenarlos le resultó imposible, ya que no iban
ni grapados ni numerados. Le dije que no se preocupara, que con paciencia
volvería a ponerlos en orden. Y sucedió que conforme iba leyendo las historias
parecían confluir en una, recordándome los exempla, un recurso muy utilizado en
la literatura sapiencial de la Edad Media y cuya estructura consistía en la
inserción de una suerte de relatos dentro de una historia marco, apareciendo
como en una caja china, unos cuentos dentro de otros. Así, al igual que en
“Calila e Dimna”, en El sembrador de sueños la organización de los relatos no es gratuita, sino que sirve para mostrar
cómo se extrae la enseñanza de cada sueño aplicándola a cada momento de la vida
de Adela, la co-protagonista de la novela junto a ese personaje que da nombre a
la misma y que sólo aparecerá al principio, aunque estará omnipresente durante
toda la narración. De esta manera la novela adquiere la apariencia de fábula,
casi de un cuento infantil con moraleja, donde la ilusión, la superación y la
esperanza van cogidas de la mano. Pero también es una invitación a “jugar”, en
cierta medida, con los sueños, a recuperar la fantasía; sobre todo a recuperar
a ese niño que todos llevamos dentro y que en algún momento de nuestra vida
decidimos arrinconarlo en el subconsciente como si fuese un trasto que ya no
nos sirve, abandonándolo en nuestro particular desván. Entonces, nos enfundamos
en un flamante traje de adulto, un traje de impuesta y supuesta madurez;
olvidándonos, según Nietzsche, de que la madurez significa haber recuperado la
seriedad que de niños teníamos al jugar.
Algo parecido le sucedió a Adela,
que en un principio perdió parte del sentimiento de emocionarse por hacer caso
de valoraciones ajenas que, de alguna manera, marcaron su vida precisamente por
esa impuesta madurez y por un temor irracional que le indujo a arrinconar la
ilusión y la fantasía.
Y así fue como surgió El
sembrador de sueños.
Cuando escribí la novela no lo
hice pensando en publicarla pero, como ya he referido al principio, el destino
nos abre caminos imprevisibles. Una amiga se enteró, en 2001, que la entonces
Editora Regional de Murcia estaba a punto de cerrar el plazo de admisión de
obras. Tanto insistió, que fue ella misma quien la entregó.
Ya me había olvidado de aquello,
cuando a comienzos de 2004 me comunicaron, desde la mencionada editorial, que
si seguía interesada la novela se publicaría en breve. ¡No me lo podía creer!
La presentación tuvo lugar el 28
de mayo de 2004 en el incomparable marco de la Casa Díaz Cassou, sin duda la
obra arquitectónica más significativa del modernismo en Murcia. Como amante del
arte en general que soy, para mí fue muy
significativa la elección del lugar. Ese día tuve el honor de compartir
presentación con Juan Pedro Gómez, Miguel Ángel Hernández, que se estrenaban,
al igual que yo, como novelistas y con el periodista Cipriano Torres, ya
veterano en esta modalidad.
En 2008, Tres Fronteras
Ediciones, sacó una segunda edición.
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